viernes, 11 de julio de 2014

Abuelitos pastilleros y el carrito de Mercadona

Una de las tareas más delicadas que debemos realizar los geriatras es la evaluación de los medicamentos que está consumiendo el paciente. Ocurre con mucha frecuencia que el anciano presenta un listado de fármacos excesivo, mientras en otros casos la prescripción del especialista no ha tenido en cuenta otros aspectos de la salud general del paciente también relevantes y que no hacen aconsejable añadir nuevas sustancias. Además, en las personas mayores existen peculiaridades especiales que van más allá de los problemas derivados de la polifarmacia. Voy a expresarlo mejor con unas preguntas:

+ ¿Qué es más importante para el anciano y sus cuidadores: que duerma bien durante la noche o que esté despejado y participativo durante el día?

+ ¿Que el paciente mantenga una marcha adecuada, que favorece su independencia, es más o menos importante que probar un nuevo pero agresivo tratamiento contra la artrosis?

+ ¿Hasta qué punto resulta necesario consumir determinado fármaco que causa, además de su beneficio específico, una recurrente falta de apetito?

+ ¿Hay que anteponer un tratamiento contra la depresión a una leve pero sobrevenida carencia de potasio?

+ ¿Dónde ponemos el límite de una dieta hipocalórica en un paciente que nunca antes la había necesitado?

Ante estas y otras –innumerables- preguntas parecidas, todos los médicos tienen un criterio claro: no hay enfermedades sino enfermos, y su prescripción se ajusta a las características del paciente. Pero en el caso de los mayores esto es sólo el comienzo: a la variable del estado general de salud hay que añadir las de calidad de vida y el impacto sobre los cuidadores. Desgraciadamente, sin embargo, pocos facultativos disponen del tiempo necesario para evaluar de forma minuciosa cada caso, y el paciente mayor puede ir acumulando pastillas mientras su salud y su calidad de vida se deterioran con la misma rapidez. No es raro, por eso, que de vez en cuando se aconseje una limpieza terapéutica.

Hay que señalar, por otra parte, que las medidas de ahorro del gasto farmacéutico han resultado ser tan injustas como eficaces, y además de rebajar la factura de la sanidad pública también están reduciendo el abuso de medicamentos. Como escuché en cierta ocasión a un economista: la sanidad pública está aplicando la teoría del carrito de mercadona: hasta que los supermercados no instalaron el mecanismo de la moneda, los carritos de la compra rodaban de un lado a otro (a veces hasta el domicilio del cliente) y de nada servían los mensajes bienintencionados que lanzaban los carteles y la megafonía.

(Paralelamente los recortes están impidiendo que los contribuyentes se beneficien de tratamientos objetivamente más eficaces que los que ofrece el sistema, e incluso en muchos casos provocan que se renuncie al tratamiento, aunque a este gravísimo asunto le dedicaremos un comentario más detallado).

viernes, 6 de junio de 2014

El profesor Grisolía y mi paciente centenaria

No debería sorprenderme, porque en el post anterior ya puse algún ejemplo de la enorme vitalidad, incluso sexual, que he encontrado en personas muy, muy mayores. Pero cada vez que escucho y veo a don Santiago Grisolía no puedo evitar, además de la sorpresa, una sensación de alegría, de optimismo, de esperanza.
Don Santiago es nonagenario. Eso no me sorprende, porque en 1979 asistí a una lección magistral suya y ya entonces me pareció una persona mayor. Desde entonces este eminente bioquímico, que fue rescatado de las frías latitudes de Nueva York, Chicago y Wisconsin por la Caja de Ahorros de Valencia, ha sido noticia por muchos motivos, y todos buenos.
El otro día lo vi por la tele presentando los enésimos premios Jaime I. Con su cachaza habitual (que algunos atribuyen a su paso por los EEUU aunque por su porte parezca más británico), no se limitó a hacer una presentación al uso, y se permitió deslizar sutiles pero claras ironías hacia los políticos españoles. Quizá su voz sonaba más cascada que cuando lo escuché hace 35 años, pero en todo lo demás no hallé ninguna diferencia: preciso en el lenguaje, dominando la escena con esa mirada tranquila, suave en las formas y valiente en sus juicios.
Y entonces me pregunté: ¿es esta la apariencia que cabe esperar de un nonagenario? Lo primero que hay que dejar claro es que mentes como las de Santiago Grisolía hay muy pocas, con 90 o con 40 años. Pero a partir de aquí quiero decir que yo conozco a muchos ‘grisolías’, y cada vez a más.
El otro día me visitó una paciente muy querida de casi cien años. Como es normal, me puso al día de su extensa familia pero, como el propio profesor Grisolía el día de los Jaime I, no se limitó a contarme que un yerno había sufrido un accidente o que un bisnieto había conseguido entrar en la Facultad de Medicina. No; mi paciente exhibe una lucidez especial para analizar las relaciones personales, y especialmente las familiares. Además, tiene sus propias ideas políticas y –como todos ahora- su propia receta macroeconómica (y puede expresarlas con la autoridad que le da el seguir haciendo la compra a diario, ella sola, y pagando los recibos de su casa).
Estadísticamente quizá estos ejemplos no sean muy significativos para deducir el perfil médico y funcional de la población mayor de 90 años. Pero como las estadísticas mienten (lo dijo Forges y yo le creo), me llena de alegría y esperanza contemplar la vida, exterior e interior, de personas como el profesor Grisolía y mi paciente casi centenaria.
    
                                         El profesor don Santiago Grisolía

lunes, 28 de abril de 2014

Dos décadas entre abuelitos

En estos  años han cambiado tantas cosas que ni siquiera sé si es correcto hablar de ‘abuelitos’. A mí  siempre me ha parecido una expresión cariñosa y respetuosa, pero acepto las opiniones contrarias. Esto me recuerda que la primera placa que puse en el portal de la calle rezaba: ‘Dra. Cristina Latorre… Personas Mayores’. El motivo nada tenía que ver con la corrección política; simplemente mucha gente no sabía qué significaba ‘Geriatría’.
 He de decir que ha habido pocas noticias espectaculares. En realidad, en la clínica diaria son raros los avances repentinos. La Penicilina se descubre muy de tanto en tanto. Y sin embargo, si  echamos un vistazo a la farmacopea de aquellos tiempos, descubrimos que sí hemos avanzado, claro que sí, en el tratamiento de casi todas las patologías que tienen una especial prevalencia en los ancianos. En entradas anteriores ya expliqué que no podemos decir lo mismo del Alzheimer (una cosa es la investigación y otra los tratamientos), pero en líneas generales las mejoras han sido sustanciales en la diagnosis y las terapias de la mayoría de las enfermedades.
He hecho un repaso de las anécdotas ocurridas en la consulta en estos años, y he descubierto que las más divertidas tienen que ver con la ignorancia de los pacientes (‘Doctora: creo que tengo algo en la próstata’… me dijo una señora ) y con el sexo (‘¿Podré seguir haciendo el amor con mi mujer?’, me preguntó un paciente… ¡de 93 años!). Supongo que todos los médicos dirán algo parecido de su experiencia, pero lo destaco porque quizá sea este el cambio más espectacular que he vivido en mi trabajo de Geriatra: ahora los abuelitos saben mucho de enfermedades y de tratamientos. Y cuando no es el paciente, es el familiar el que no ha podido resistir la tentación de hacer una búsqueda en Google (aunque rara vez lo confiese).
Por lo demás, hay cosas que no cambian, afortunadamente. Como la solidaridad familiar. Antes y ahora me sigue conmoviendo la naturalidad con que las familias asumen las obligaciones –a veces muy pesadas– que conllevan las enfermedades de sus mayores. Algunos dicen que ‘no es como antes’, pero yo no lo creo. Y no comparto, ni mucho menos, que el recurso a la institucionalización (las residencias) implique necesariamente una renuncia a las responsabilidades con los ancianos. La sociedad ha crecido en muchos aspectos, y también se ha complicado, pero la familia –no importa el modelo del que hablemos- resiste. Vaya si resiste. Y por la cuenta que nos trae.


El paciente suele ser 'doble', porque trae a la familia



Por la Clínica han pasado más de tres mil pacientes



El paciente mayor requiere una vigilancia integral


martes, 8 de abril de 2014

Los pelirrojos padecen más alzheimer... o no

Disculpen si el título sugiere una broma, pero nada más lejos de mi intención. Hasta ahora hemos leído que son ‘factores de riesgo’ del alzheimer la obesidad, el tabaquismo, la depresión, la carencia de estudios, la hipertensión, la diabetes… y freír en exceso las patatas (como suena). Es verdad que la expresión ‘factor de riesgo’, en Medicina, puede ser tan engañosa como la famosa ‘imputación’ en el ámbito jurídico: suena muy fuerte pero dice muy poco, porque las variantes –de gravedad, de indicios, etc.- son enormemente amplias.
Así, la ciencia médica avala que el tabaquismo aumenta las probabilidades de sufrir cáncer de pulmón, y de la misma manera asegura que una intensa vida intelectual previene el alzheimer. Parece lo mismo, pero no lo es. La relación entre cáncer y tabaco está respaldada por una abrumadora cantidad de pruebas científicas, mientras los tímidos avances en la comprensión del alzheimer se basan, en casi todos los casos, en estudios aislados y con una débil consistencia estadística. Por entendernos: basta que un estudio detecte que los enfermos de alzheimer pelirrojos constituyen un grupo ligeramente mayor que su proporción entre la población general, para asegurar –sin mentir- que ser pelirrojo constituye un factor de riesgo.   
Los estudios se acumulan y sus titulares de prensa se multiplican. Desde los medios de comunicación se nos recomienda no sufrir estrés, leer mucho, consumir vino tinto y té verde (por los antioxidantes), dormir bien… y todo esto basado en estudios científicos reales. Desde luego son hábitos muy aconsejables para sentirse mejor y, en efecto, sirven para prevenir el alzheimer y… ¡prácticamente todas las enfermedades! Sólo muy de tarde en tarde una investigación matiza o desmiente alguna de estas conclusiones, pero tampoco es tan relevante. Al fin y al cabo, los antioxidantes son buenos, y mantener la ficción de que su consumo previene el alzheimer no hace daño a nadie. En mi consulta es raro el día en que algún paciente o familiar no me pregunta por estas cuestiones y, como no se trata de remedios perjudiciales, les animo a seguir aplicándolos.
Es un fenómeno comprensible. Ante el lentísimo progreso de terapias verdaderamente eficaces contra el alzheimer sólo nos queda seguir echando mano de la estadística, hacer más y más estudios y cruzar sus datos hasta que se encienda una pequeña luz roja en algún sitio que nos indique una dirección donde investigar más o –también es un avance- para abstenernos de hacerlo. Por eso ningún estudio resulta inútil.
El impacto actual y futuro del alzheimer es de tal envergadura, y sus consecuencias sobre los pacientes y su entorno son tan devastadoras, que este frenesí científico-informativo está más que justificado. Menos disculpable me parece, en cambio, que sean los propios investigadores los que fuercen las palabras para atribuir a sus conclusiones un alcance del que en realidad carecen.

lunes, 24 de marzo de 2014

Mi madre está triste... y yo también

Muchos de mis pacientes tienden a mostrarse derrotistas, y alguna razón tienen: los problemas de movilidad, la muerte de amigos y conocidos, la esclavitud de la medicación… Son motivos, es verdad, para sentirse molestos o apenados, pero hasta cierto punto. Son muchísimas las personas jóvenes y maduras que sufren problemas de salud graves o crónicos, y a veces con algunos añadidos: conflictos en el trabajo o el paro, preocupaciones causadas por los hijos, incertidumbre económica, desencuentros con la familia, enfermedades graves de familiares directos, estar a cargo de un dependiente... En realidad, pocos de nosotros podemos decir que no hay en nuestra vida alguna causa objetiva de desazón y de tristeza. ¿Por qué, entonces, consideramos natural que los ancianos se apaguen emocionalmente?
Lo cierto es que muchas familias son las causantes de la tristeza de sus mayores, por supuesto sin saberlo. Los geriatras podemos ayudar a sobrellevar mejor las limitaciones de la edad avanzada, curar algunas patologías y paliar molestias y dolores, pero poco podemos hacer sobre el estado emocional del paciente si el entorno más próximo, sobre todo la familia, no colabora. Cada caso es diferente, porque no hay ninguna familia idéntica, pero a todos nos puede servir hacernos esta pregunta: ¿qué lugar ocupa el anciano en nuestra casa… y qué lugar debería ocupar? Responderla con sinceridad y valentía es el primer paso para avanzar en la felicidad de todos.

lunes, 10 de marzo de 2014

¿Para qué sirve un geriatra?

Una persona de edad avanzada puede pasarse años visitando consultas de especialistas, en ocasiones por indicación del médico de cabecera y otras veces empujado por otros especialistas: neurólogos, neumólogos, traumatólogos, reumatólogos, cardiólogos, hematólogos, cirujanos, psiquiatras… En la historia médica de estos pacientes también pueden intervenir farmacéuticos, fisioterapeutas, dietistas o psicólogos. Un interminable carrusel de visitas, pruebas y recetas durante el que se van acumulando diagnósticos y tratamientos… y desbordando la capacidad del botiquín doméstico.

Afortunadamente nuestro sistema sanitario se encuentra bien provisto de profesionales médicos, y además muy bien formados. Y, también afortunadamente, lo normal es que durante los primeros 60 años de nuestra vida los visitemos muy de tanto en tanto. Con la edad, sin embargo, empezamos a frecuentar las consultas y los hospitales (y no por gusto, como sugieren los defensores del copago): sufrimos más patologías, algunas de ellas se vuelven crónicas, y los límites entre salud y enfermedad se vuelven más confusos. Las mujeres, por ejemplo, no decimos: “Estoy enferma de artrosis”, pero sí “estoy enferma del corazón”, porque una cosa es que a los 80 años nos cueste subir escaleras y otra bien distinta detectar una arritmia cardíaca sobrevenida.

En efecto: hay problemas de salud que se pueden achacar a la edad; que, por decirlo en pocas palabras, nunca podrán curarse del todo. Estos –así llamados- ‘achaques’ conviven con enfermedades propias de cualquier edad: un infarto, la diabetes, la rotura de un hueso, una lumbalgia, una infección de orina, una depresión… pero cuya evolución y tratamiento son diferentes en los ancianos. ¡Muy diferentes! Hasta el punto de que no son pocos los casos en que la mejor decisión médica consiste en… no curar una patología.

Así de complejo es el anciano. Arreglar un hueso o poner una prótesis de rodilla rara vez produce en un paciente joven un problema neurológico, mientras que en un anciano hay que estar prevenido ante un probable síndrome confusional. Por eso, antes de hacer pasar por la mesa de operaciones a un octogenario, hay que conocer y valorar las condiciones de vida del paciente, sus costumbres y gustos, su entorno social y familiar, sus expectativas. Porque las variables de salud se entremezclan, en estos casos, con la calidad de vida, y cada persona tiene, en este terreno, sus propias prioridades. Una artrosis, una pérdida de memoria, un Parkinson, los trastornos del sueño… se pueden atacar de forma agresiva o suave, con unos medicamentos o con otros, y con objetivos tan distintos como curar, retrasar la evolución o simplemente paliar el dolor.

El médico debe testar la coherencia de los diferentes tratamientos en cada paciente concreto y prever sus consecuencias fisiológicas, psicológicas y funcionales; vigilar los posibles abusos de medicamentos y sus interacciones; adecuar la dieta y el ejercicio físico al cuadro patológico; informar y formar a los familiares y cuidadores; establecer horizontes de futuro realistas para la salud y la funcionalidad del paciente… Y antes que todo lo dicho, el médico debe realizar un diagnóstico global del anciano, empezando –en los más mayores o en los que muestren el menor síntoma de deterioro cognitivo- por una valoración psiconeurológica.

Pero la pregunta era ‘¿para qué sirve un geriatra?’, y no aún sé si la he respondido.

viernes, 28 de febrero de 2014

Políticos valencianos sin vergüenza

La sociedad española es muy solidaria; no sé si lo suficiente, pero desde luego mucho más que otros países. Seguramente por motivos culturales en España siempre son bien vistas las denominadas ‘políticas sociales’, y sus costes económicos, por enormes que sean, nos parecen más que justificados. De hecho, cuando la economía va bien nos apresuramos a incrementar los presupuestos destinados a los enfermos, los niños, los ancianos… Y cuando las cosas pintan mal, como es el caso, nos resistimos a que lo paguen los que menos tienen o los que menos pueden. En mi opinión, ¡un 10 para los españoles!
En los últimos tiempos, sin embargo, hay una parte de la sociedad que parece no compartir las prioridades de la mayoría, y por desgracia se trata de las personas que tienen la llave de la caja. Me refiero a los políticos. Al menos en la zona que mejor conozco, la Comunitat Valenciana, una enorme cantidad de colectivos y empresas que se dedican –muchas de ellas sin ánimo de lucro- a ayudar a enfermos, discapacitados y ancianos se están desangrando económicamente porque la Generalitat no paga lo que les debe. Y no hablo de subvenciones en general, sino de compromisos de pago que responden a servicios sociales concretos y previamente pactados.
Me asombra y me escandaliza que no exista en esta tierra ni un solo político al que le avergüence cobrar puntualmente su nómina de diputado sabiendo que muchas residencias de ancianos se están planteando cerrar sus puertas por los impagos de la Generalitat. Y no, no creo que esto sea hacer demagogia.  

miércoles, 19 de febrero de 2014

"Quiero incapacitar a mi padre"

Creo que nunca me lo han dicho con tales palabras. Se suelen usar perífrasis más amables, pero en todos los casos se pueden resumir así: “Necesitamos hacer una operación económica o legal y, como usted puede comprobar, nuestro padre/madre/tío/tía no está en condiciones de decidir ni, por tanto, de firmar”. Lo entiendo perfectamente, y además es lógico que los familiares consulten en primer lugar a quien atiende habitualmente a su pariente enfermo.

En primer lugar, quiero insistir en que se trata de una situación normal. Los parientes del paciente no deben albergar sentimientos de culpabilidad. Las herencias, las operaciones inmobiliarias, la firma en el banco… La casuística es muy variada y su impacto en el patrimonio familiar puede ser muy relevante para la familia propia y también para la extensa. Con el asesoramiento legal adecuado, nunca es demasiado pronto para prever estos asuntos y evitar problemas mayores.

Sin embargo, determinar la incapacidad legal de una persona por causas mentales no es una tarea sencilla. En el diagnóstico de una demencia senil rara vez nos encontramos con pruebas fisiológicas decisivas: ¿qué imagen debe mostrar la placa de un cerebro enfermo de alzheimer para que podamos asegurar que el paciente está incapacitado? Y en las pruebas clínicas los límites aún son más confusos: ¿hasta qué punto la excesiva labilidad emocional puede considerarse patológica y no digamos incapacitante?; ¿un paciente que ha puntuado muy bajo en el mini-mental es incapaz de reconocer la propiedad de unos ahorros?; ¿la pérdida severa de memoria es suficiente para confundir los sentimientos hacia los hijos y nietos? Además, algunas patología mentales, como las de origen vascular, avanzan y retroceden de manera inopinada, no siempre obedecen a la medicación.

Afortunadamente en la tramitación de una incapacidad legal los geriatras y neurólogos no tenemos la última palabra. Al final son los jueces los que, apoyándose en informes de profesionales médicos (y que ostentan además la consideración de peritos judiciales), pueden obligar a una persona a recibir tratamiento médico, o autorizan de forma temporal el internamiento involuntario en una residencia, o sentencian su incapacidad legal basándose en la acreditación de una patología grave y persistente.

Y aunque no es este el lugar para profundizar en asuntos jurídicos, hay que advertir que las personas incapacitadas retienen algunos derechos de actuación, como el de casarse (siempre que el Juez del Registro detecte que en ese momento el contrayente manifiesta la lucidez necesaria para dar su consentimiento). Con este ejemplo no quiero preocupar a los familiares, pero sí resaltar que el Derecho ha creado la figura de la incapacidad para defender a los enfermos, no para perjudicarles. Las dudas, por tanto, siempre ceden a favor de la conveniencia y el derecho del enfermo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

La memoria de la vacuna del Alzheimer

Sigo con atención las noticias sobre ensayos de vacunas contra el Alzheimer. Como no podía ser de otra manera. En la consulta los pacientes me preguntan con frecuencia sobre esas mismas noticias. No subestimo los avances que están logrando algunas líneas de investigación pero, con mucho pesar, debo advertir a los enfermos y a sus familiares que esas terapias, en caso de demostrarse eficaces, ya no les curarán. En cierta ocasión, el principal investigador español del alzheimer nos aseguró en un congreso internacional que la vacuna estaba a punto de llegar. Este congreso se celebró… hace 17 años. Desde entonces sí hemos avanzado en tratamientos paliativos, que además resultan menos agresivos para los pacientes, pero poco más. Desgraciadamente la única terapia posible sigue recayendo más en los cuidadores que en los médicos.

¿Qué queremos ser de mayores?

El sector privado ha encontrado en los ancianos un nicho de mercado tan ancho que nadie sabe aún cuáles son sus límites (no se trata sólo de una cuestión demográfica, sino también de valores: ¿hasta dónde están dispuestas a llegar las familias con sus mayores?). Pero de la misma forma que el sistema sanitario, pese al concurso de muy variados promotores, requiere una planificación constante por parte de la Administración, el futuro de la asistencia a los ancianos no se puede dejar a expensas de la rentabilidad económica en unos casos, y de la disponibilidad presupuestaria en otros. Los objetivos no pueden quedarse en concertar más y más residencias (y en pagarles en plazo), sino en diseñar un mapa completo de servicios públicos esenciales para nuestros mayores. Y el nivel de exigencia no debe ser menor que el que reclamamos en la educación de los niños o en los hospitales.

La edad de la mayoría

Construir residencias no es suficiente, aunque parezca lo más urgente. Hay que establecer de una vez criterios médicos y asistenciales que eviten el “café para todos” que aplican muchas residencias. Debemos incluir en algún lugar de las enseñanzas regladas contenidos sobre el valor de la ancianidad y los retos -positivos y negativos- que plantea. Las administraciones locales y autonómicas tienen que prever las necesidades a medio y largo plazo, y programar con realismo las dotaciones presupuestarias... Y por encima de todo: el primero y más importante núcleo de asistencia a los mayores es la familia. Las ayudas que reciben los familiares con mayores a su cargo son risibles, vergonzantes, y califican por sí solas la visión de futuro y la sensibilidad social de nuestros gobernantes. O no solo de los gobernantes, porque en muchos aspectos esta sociedad, tan proclive a la solidaridad con las minorías, no se acuerda de la edad de la mayoría.

Clamorosa imprevisión

En los últimos años los poderes públicos se ocupan en desarrollar una infraestructura para la asistencia de los ancianos. Es una carrera contrarreloj porque se parte prácticamente de cero. Seguramente no es culpa de nadie, o de todos, esta clamorosa imprevisión. Quizá hemos sobrevalorado la capacidad de la institución familiar, que hasta hace bien poco se encargaba (porque podía, y porque quería) de suplir esta y otras carencias de la asistencia pública. Al menos en la mayoría de los casos. Pero la familia es hoy un entorno más frágil, y los niveles de calidad en la asistencia de los mayores mucho más exigentes.

La salud sin adjetivos

No recuerdo a quién, ni cuándo, escuché o leí esta frase: la salud de una sociedad se mide por el cuidado que da a los niños, a los enfermos y a los ancianos. Pero sí recuerdo, porque me llamó la atención, que la “salud” no tenía adjetivo: no se trataba de la “salud moral”, ni ética, ni ciudadana... Una sociedad en la que valga la pena vivir se rige, simplemente, por este criterio, que no es menos mensurable –aunque lo parezca- que el índice de precios o la Encuesta de Población Activa.