lunes, 28 de abril de 2014

Dos décadas entre abuelitos

En estos  años han cambiado tantas cosas que ni siquiera sé si es correcto hablar de ‘abuelitos’. A mí  siempre me ha parecido una expresión cariñosa y respetuosa, pero acepto las opiniones contrarias. Esto me recuerda que la primera placa que puse en el portal de la calle rezaba: ‘Dra. Cristina Latorre… Personas Mayores’. El motivo nada tenía que ver con la corrección política; simplemente mucha gente no sabía qué significaba ‘Geriatría’.
 He de decir que ha habido pocas noticias espectaculares. En realidad, en la clínica diaria son raros los avances repentinos. La Penicilina se descubre muy de tanto en tanto. Y sin embargo, si  echamos un vistazo a la farmacopea de aquellos tiempos, descubrimos que sí hemos avanzado, claro que sí, en el tratamiento de casi todas las patologías que tienen una especial prevalencia en los ancianos. En entradas anteriores ya expliqué que no podemos decir lo mismo del Alzheimer (una cosa es la investigación y otra los tratamientos), pero en líneas generales las mejoras han sido sustanciales en la diagnosis y las terapias de la mayoría de las enfermedades.
He hecho un repaso de las anécdotas ocurridas en la consulta en estos años, y he descubierto que las más divertidas tienen que ver con la ignorancia de los pacientes (‘Doctora: creo que tengo algo en la próstata’… me dijo una señora ) y con el sexo (‘¿Podré seguir haciendo el amor con mi mujer?’, me preguntó un paciente… ¡de 93 años!). Supongo que todos los médicos dirán algo parecido de su experiencia, pero lo destaco porque quizá sea este el cambio más espectacular que he vivido en mi trabajo de Geriatra: ahora los abuelitos saben mucho de enfermedades y de tratamientos. Y cuando no es el paciente, es el familiar el que no ha podido resistir la tentación de hacer una búsqueda en Google (aunque rara vez lo confiese).
Por lo demás, hay cosas que no cambian, afortunadamente. Como la solidaridad familiar. Antes y ahora me sigue conmoviendo la naturalidad con que las familias asumen las obligaciones –a veces muy pesadas– que conllevan las enfermedades de sus mayores. Algunos dicen que ‘no es como antes’, pero yo no lo creo. Y no comparto, ni mucho menos, que el recurso a la institucionalización (las residencias) implique necesariamente una renuncia a las responsabilidades con los ancianos. La sociedad ha crecido en muchos aspectos, y también se ha complicado, pero la familia –no importa el modelo del que hablemos- resiste. Vaya si resiste. Y por la cuenta que nos trae.


El paciente suele ser 'doble', porque trae a la familia



Por la Clínica han pasado más de tres mil pacientes



El paciente mayor requiere una vigilancia integral


martes, 8 de abril de 2014

Los pelirrojos padecen más alzheimer... o no

Disculpen si el título sugiere una broma, pero nada más lejos de mi intención. Hasta ahora hemos leído que son ‘factores de riesgo’ del alzheimer la obesidad, el tabaquismo, la depresión, la carencia de estudios, la hipertensión, la diabetes… y freír en exceso las patatas (como suena). Es verdad que la expresión ‘factor de riesgo’, en Medicina, puede ser tan engañosa como la famosa ‘imputación’ en el ámbito jurídico: suena muy fuerte pero dice muy poco, porque las variantes –de gravedad, de indicios, etc.- son enormemente amplias.
Así, la ciencia médica avala que el tabaquismo aumenta las probabilidades de sufrir cáncer de pulmón, y de la misma manera asegura que una intensa vida intelectual previene el alzheimer. Parece lo mismo, pero no lo es. La relación entre cáncer y tabaco está respaldada por una abrumadora cantidad de pruebas científicas, mientras los tímidos avances en la comprensión del alzheimer se basan, en casi todos los casos, en estudios aislados y con una débil consistencia estadística. Por entendernos: basta que un estudio detecte que los enfermos de alzheimer pelirrojos constituyen un grupo ligeramente mayor que su proporción entre la población general, para asegurar –sin mentir- que ser pelirrojo constituye un factor de riesgo.   
Los estudios se acumulan y sus titulares de prensa se multiplican. Desde los medios de comunicación se nos recomienda no sufrir estrés, leer mucho, consumir vino tinto y té verde (por los antioxidantes), dormir bien… y todo esto basado en estudios científicos reales. Desde luego son hábitos muy aconsejables para sentirse mejor y, en efecto, sirven para prevenir el alzheimer y… ¡prácticamente todas las enfermedades! Sólo muy de tarde en tarde una investigación matiza o desmiente alguna de estas conclusiones, pero tampoco es tan relevante. Al fin y al cabo, los antioxidantes son buenos, y mantener la ficción de que su consumo previene el alzheimer no hace daño a nadie. En mi consulta es raro el día en que algún paciente o familiar no me pregunta por estas cuestiones y, como no se trata de remedios perjudiciales, les animo a seguir aplicándolos.
Es un fenómeno comprensible. Ante el lentísimo progreso de terapias verdaderamente eficaces contra el alzheimer sólo nos queda seguir echando mano de la estadística, hacer más y más estudios y cruzar sus datos hasta que se encienda una pequeña luz roja en algún sitio que nos indique una dirección donde investigar más o –también es un avance- para abstenernos de hacerlo. Por eso ningún estudio resulta inútil.
El impacto actual y futuro del alzheimer es de tal envergadura, y sus consecuencias sobre los pacientes y su entorno son tan devastadoras, que este frenesí científico-informativo está más que justificado. Menos disculpable me parece, en cambio, que sean los propios investigadores los que fuercen las palabras para atribuir a sus conclusiones un alcance del que en realidad carecen.