lunes, 24 de marzo de 2014

Mi madre está triste... y yo también

Muchos de mis pacientes tienden a mostrarse derrotistas, y alguna razón tienen: los problemas de movilidad, la muerte de amigos y conocidos, la esclavitud de la medicación… Son motivos, es verdad, para sentirse molestos o apenados, pero hasta cierto punto. Son muchísimas las personas jóvenes y maduras que sufren problemas de salud graves o crónicos, y a veces con algunos añadidos: conflictos en el trabajo o el paro, preocupaciones causadas por los hijos, incertidumbre económica, desencuentros con la familia, enfermedades graves de familiares directos, estar a cargo de un dependiente... En realidad, pocos de nosotros podemos decir que no hay en nuestra vida alguna causa objetiva de desazón y de tristeza. ¿Por qué, entonces, consideramos natural que los ancianos se apaguen emocionalmente?
Lo cierto es que muchas familias son las causantes de la tristeza de sus mayores, por supuesto sin saberlo. Los geriatras podemos ayudar a sobrellevar mejor las limitaciones de la edad avanzada, curar algunas patologías y paliar molestias y dolores, pero poco podemos hacer sobre el estado emocional del paciente si el entorno más próximo, sobre todo la familia, no colabora. Cada caso es diferente, porque no hay ninguna familia idéntica, pero a todos nos puede servir hacernos esta pregunta: ¿qué lugar ocupa el anciano en nuestra casa… y qué lugar debería ocupar? Responderla con sinceridad y valentía es el primer paso para avanzar en la felicidad de todos.

lunes, 10 de marzo de 2014

¿Para qué sirve un geriatra?

Una persona de edad avanzada puede pasarse años visitando consultas de especialistas, en ocasiones por indicación del médico de cabecera y otras veces empujado por otros especialistas: neurólogos, neumólogos, traumatólogos, reumatólogos, cardiólogos, hematólogos, cirujanos, psiquiatras… En la historia médica de estos pacientes también pueden intervenir farmacéuticos, fisioterapeutas, dietistas o psicólogos. Un interminable carrusel de visitas, pruebas y recetas durante el que se van acumulando diagnósticos y tratamientos… y desbordando la capacidad del botiquín doméstico.

Afortunadamente nuestro sistema sanitario se encuentra bien provisto de profesionales médicos, y además muy bien formados. Y, también afortunadamente, lo normal es que durante los primeros 60 años de nuestra vida los visitemos muy de tanto en tanto. Con la edad, sin embargo, empezamos a frecuentar las consultas y los hospitales (y no por gusto, como sugieren los defensores del copago): sufrimos más patologías, algunas de ellas se vuelven crónicas, y los límites entre salud y enfermedad se vuelven más confusos. Las mujeres, por ejemplo, no decimos: “Estoy enferma de artrosis”, pero sí “estoy enferma del corazón”, porque una cosa es que a los 80 años nos cueste subir escaleras y otra bien distinta detectar una arritmia cardíaca sobrevenida.

En efecto: hay problemas de salud que se pueden achacar a la edad; que, por decirlo en pocas palabras, nunca podrán curarse del todo. Estos –así llamados- ‘achaques’ conviven con enfermedades propias de cualquier edad: un infarto, la diabetes, la rotura de un hueso, una lumbalgia, una infección de orina, una depresión… pero cuya evolución y tratamiento son diferentes en los ancianos. ¡Muy diferentes! Hasta el punto de que no son pocos los casos en que la mejor decisión médica consiste en… no curar una patología.

Así de complejo es el anciano. Arreglar un hueso o poner una prótesis de rodilla rara vez produce en un paciente joven un problema neurológico, mientras que en un anciano hay que estar prevenido ante un probable síndrome confusional. Por eso, antes de hacer pasar por la mesa de operaciones a un octogenario, hay que conocer y valorar las condiciones de vida del paciente, sus costumbres y gustos, su entorno social y familiar, sus expectativas. Porque las variables de salud se entremezclan, en estos casos, con la calidad de vida, y cada persona tiene, en este terreno, sus propias prioridades. Una artrosis, una pérdida de memoria, un Parkinson, los trastornos del sueño… se pueden atacar de forma agresiva o suave, con unos medicamentos o con otros, y con objetivos tan distintos como curar, retrasar la evolución o simplemente paliar el dolor.

El médico debe testar la coherencia de los diferentes tratamientos en cada paciente concreto y prever sus consecuencias fisiológicas, psicológicas y funcionales; vigilar los posibles abusos de medicamentos y sus interacciones; adecuar la dieta y el ejercicio físico al cuadro patológico; informar y formar a los familiares y cuidadores; establecer horizontes de futuro realistas para la salud y la funcionalidad del paciente… Y antes que todo lo dicho, el médico debe realizar un diagnóstico global del anciano, empezando –en los más mayores o en los que muestren el menor síntoma de deterioro cognitivo- por una valoración psiconeurológica.

Pero la pregunta era ‘¿para qué sirve un geriatra?’, y no aún sé si la he respondido.